"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos" | SURda |
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04-06-2013 |
Un sicario de los militares
Samuel Blixen
La figura del ex guerrillero Héctor Amodio cobró fuerza en la escena pública a partir de una catarsis epistolar, primero, y en sus respuestas enviadas a El Observador, después. Si bien aún persisten dudas sobre su identidad y propósitos –razones por las cuales Brecha decidió no publicar las cartas–, no parece razonable tomarlo como portador de la “otra verdad” ni como algo que “no existe”. Las misivas y sus respuestas presentan afirmaciones que este semanario considera oportuno contrastar, aportando al debate sobre la historia reciente. La cobertura repasa el papel de Amodio en el intento de desafuero del senador blanco Enrique Erro –preámbulo del golpe de junio de 1973–, a partir de un documento en el que el ex tupamaro vinculó con el mln al dirigente y a otras destacadas figuras de diferentes partidos. Luego, los historiadores Clara Aldrighi y Carlos Demasi presentan indicios de la colaboración de Amodio con los militares ya en el 70 y relativizan el valor histórico de las cartas divulgadas. Por último, Brecha presenta los testimonios de dos testigos de la época y víctimas de la represión: el general retirado Pedro Aguerre y el ex militante del frt Gustavo Schroeder. Ambos tienen la convicción de que Amodio fue clave para la detención y encarcelamiento de muchos militantes..
El rol de Amodio en los sucesos previos al golpe
El “factor Amodio” ya está instalado en la realidad política. La difusión de las famosas “cartas” ha logrado su objetivo: se afirma que Héctor Amodio –el guerrillero que se pasó al enemigo, colaboró con la dictadura y reaparece ahora después de 40 años de silencio– “pulverizó” la historia oficial del mln, liquidó la “aureola romántica” de la guerrilla, y expuso las "aberraciones, mezquindades” de los antiguos dirigentes tupamaros. Todo ello sin que se lograra confirmar fehacientemente la identidad del corresponsal y, más grave aun, la veracidad de las afirmaciones y acusaciones contenidas en los textos. Salvo algunas excepciones –como la de Esteban Valenti, publicista y asesor del ex presidente Tabaré Vázquez–, la izquierda eludió el debate y no se pronunció; la cautela también se extendió a los dirigentes de los partidos tradicionales. La exégesis quedó a cargo de los diarios que habitualmente ofician de voceros de los terroristas de Estado, y de algunos politólogos que abusan de su supuesta “objetividad académica”.
Para quienes están legítimamente interesados en los entretelones de un período de la vida del país (que aún no ha logrado entrar en la historia y que sigue, 40 años después, condicionando la vida política) como para aquellos que simplemente ven aguijoneada la curiosidad, vale la pena reproducir la reacción de los partidos políticos cuando, de la mano de los generales, Héctor Amodio Pérez irrumpió en el escenario para incidir en la controversia entre los militares y el Parlamento.
Las llamadas “cartas de Amodio” abundan en referencias al pasado remoto del mln y juicios sobre los fundadores y dirigentes. De hecho, el relato se detiene después de explicar por qué Amodio decidió colaborar con los militares, un trabajo que incluyó la entrega de la Cárcel del Pueblo, la identificación de militantes, tanto en las calles como dentro de cuarteles, la participación en interrogatorios a prisioneros, y una labor de inteligencia a partir de la información obtenida bajo tortura. Según las “cartas”, Amodio se “dio vuelta” por rencor, por despecho y quizás –como sugiere un pasaje sobre un episodio de intento de suicidio– por miedo a las torturas.
El texto dice que Amodio pactó, a cambio de su colaboración, la liberación y el traslado al exterior para él y para su compañera, Alicia Rey Morales, y de hecho sugiere que muy poco después acabó la colaboración. No hay una sola palabra sobre los sucesos que detonaron el 25 de abril de 1973 –cuando Juan María Bordaberry envíó al Senado un pedido de un juez militar reclamando el desafuero del senador frenteamplista Enrique Erro– y que culminaron el 27 de junio, cuando Bordaberry y los generales disolvieron el Parlamento consolidando la dictadura “cívico militar”.
Amodio fue, de hecho, una pieza clave en los objetivos militares definidos en setiembre de 1971, tras la fuga de Punta Carretas conocida como el Abuso. La estrategia de los mandos militares, elaborada incluso antes de que las Fuerzas Armadas se sumergieran en la lucha contra la “sedición” y, por supuesto, mucho antes de derrotar militarmente al mln, preveía el control definitivo del poder político. La tercera etapa de ese plan la concretaron los militares en febrero de 1973 con el pacto de Boiso Lanza, que convirtió al presidente constitucional en una marioneta. La cuarta sería la disolución del Parlamento y la eliminación de toda forma de oposición, política, sindical, social.
EL INVENTO SE SUBLEVA.
Lo que el líder blanco Wilson Ferreira Aldunate definió como “un complot para desprestigiar a los partidos” había comenzado en el segundo semestre de 1972 cuando Amodio, tras su pase al enemigo, decidió escribir una especie de esqueleto de un libro donde contaría sus “verdades”; las “cartas de Amodio” de 2013 son simplemente el remake del “libro de Amodio” de 1972. Es posible imaginar a los oficiales del Batallón Florida que controlaban a Amodio, dictándole aquellas partes del “libro” que encajaban con sus planes. Esos oficiales “citaron” al cuartel al periodista Federico Fasano, quien recibió de manos de Amodio el “original”. Fasano debía d arle forma literaria a las “memorias” de Amodio y publicarlas, pero una vez que abandonó el cuartel y leyó con detenimiento el documento, optó por entregárselo al senador Ferreira y a otros dirigentes del Frente Amplio (fa). Esas notas acusaban a diversos políticos (Ferreira, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Liber Seregni, Enrique Erro) de haber mantenido contactos con dirigentes del mln. Los originales de Amodio circularon entre parlamentarios de todos los partidos. Pero aun entonces, una mayoría del Senado –la misma que había votado todas las leyes reclamadas por los militares– se negaba a admitir la evidencia y bloqueaba los esfuerzos de Zelmar Michelini y Juan Pablo Terra, que a nombre del fa reiteraban las denuncias sobre las torturas y los asesinatos en los cuarteles y reclamaban el cese de tales prácticas.
Que el invento terminaría matando al inventor se percibió en enero de 1973 cuando a raíz de una investigación por nepotismo y corrupción contra los ediles colorados de la Junta Departamental de Montevideo (entre los nuevos funcionarios nombrados figuraban la nuera de Pacheco Areco y la esposa del presidente de la Junta), los mandos militares anunciaron que tomarían "medidas excepcionales". El primero en reaccionar fue el senador colorado Amílcar Vasconcellos. En radio Carve calificó a los militares de “latorritos” (en alusión al dictador Lorenzo Latorre): “Los militares lideran un movimiento que busca desplazar a las instituciones legales por la omnímoda voluntad de los que pasarían a ser integrantes de la ‘internacional de las espadas'”. Una publicación cuartelera le respondió a Vasconcellos: “Hay latorritos para rato”. La justicia ordinaria, tan lent a y ciega para advertir lo que pasaba en los cuarteles, percibió la situación y rápidamente procesó a diez ediles. Vía libre: en Paysandú fueron detenidos ocho funcionarios de la Intendencia y, buscando pruebas de supuesta corrupción, fueron brutalmente torturados en el cuartel de la ciudad.
En ese clima Bordaberry pretendió nombrar al general Antonio Francese como ministro de Defensa, y los militares lo llamaron al orden en Boiso Lanza, en el primer acto del golpe de Estado. LA CABEZA DE ERRO. El operativo insinuado con aquel borrador de libro que nunca se publicó se concretó el 25 de abril de 1973 cuando Bordaberry derivó al Senado el pedido de un juez militar para el desafuero de Erro, a fin de ser interrogado sobre su presunta vinculación con el mln. El juez se apoyaba en las acusaciones de Amodio, quien afirmaba que durante un período se habían reunido semanalmente en la casa del senador.
El caso fue derivado a la Comisión de Constitución del Senado, donde Erro accedió a responder un cuestionario y a desmontar la acusación de Amodio. Parte del expediente militar fue publicado por La Mañana (colorado riverista), Ahora (frenteamplista) y El Popular (órgano del Partido Comunista). Los tres diarios fueron clausurados por tres ediciones y los redactores responsables de La Mañana y Ahora fueron detenidos por las Fuerzas Armadas e interrogados; las ediciones de los diarios argentinos La Opinión, Mayoría y La Nación, que reproducían las noticias, fueron requisadas.
Mientras Erro era seguido a todas partes por militares y policías, la comisión dilataba un pronunciamiento. Las mayorías, que en un principio aseguraban el de-safuero, se fueron adelgazando, en especial porque los colorados de Unidad y Reforma (a influjo principalmente del senador Luis Hierro Gambardella) y algunos dirigentes herreristas tomaban distancia del gobierno.
“DE AQUÍ NO SALE.”
La comisión solicitó al gobierno autorización para interrogar a Héctor Amodio y a otros prisioneros que hubieran acusado a Erro, pero el gobierno se excusó: los detenidos dependían de la justicia militar. Luego se dirigió al Tribunal Militar, que también se negó. Pero sorpresivamente el 8 de mayo Bordaberry anunció que los militares autorizaban la consulta, pero exclusivamente a Amodio. El herrerista Martín Etchegoyen (quien después sería presidente del Consejo de Estado durante la dictadura) se negó a concurrir a un cuartel; Wilson Ferreira también declinó porque, según contó a Brecha su hijo Juan Raúl, “todo el episodio Amodio le daba asco”.
Esa tarde ingresaron en el edificio del Instituto Militar de Estudios Superiores (imes) los colorados Eduardo Paz Aguirre, Juan Adolfo Singer, Héctor Grauert y Raumar Jude, los blancos Dardo Ortiz y Washington Beltrán y el frenteamplista Zelmar Michelini; como secretario de Ortiz se coló un pibe, Juan Raúl Ferreira. Aun antes de que comenzara el encuentro, Michelini protestó por las restricciones que ponía el coronel Ramón Trabal: no se permitían taquígrafos, las preguntas de los legisladores debían referirse explicítamente a los términos del cuestionario que había recibido la comisión y, fundamentalmente, el diálogo sería con supervisión de militares. Michelini se retiró. Amodio apareció escoltado por Mario Aguerrondo (h) y el coronel Trabal. Dardo Ortiz llevó la voz cantante bajo la atenta mirada de Trabal y la inocua presencia del ministro de Defensa, Walter Ravenna. Amodio reiteró el testimonio leyendo un largo texto; detalló encuentros con Erro y también con Wilson Ferreira. Cuando alguien introducía algún elemento fuera del libreto, los oficiales llamaban al orden. Cuando Amodio terminó su lectura, Ortiz preguntó: “¿Y cómo sé yo que usted es Amodio?”. Trabal, sentado a la derecha de Amodio, tardó en reaccionar: “Puedo traer la cédula de identidad.” “No, ustedes la pueden fabricar en diez minutos, para mí es insuficiente”, dijo Ortiz, y sin perder la iniciativa le extendió un papel en blanco a Amodio y le pidió que escribiera algo en él. Sorprendido, Amodio no supo qué escribir. “Cualquier cosa”, dijo Ortiz, mientras los oficiales se inquietaban y la tensión aumentaba. Ortiz le dictó “estamos en una unidad militar” y Amodio escribió. Ortiz le pidió que repitiera la oración en letra de imprenta, y Amodio obedeció. Ortiz recogió el papel y se lo guardó.
Recién cuando Amodio fue retirado de la sala, reaccionó Trabal, pidiéndole a Ortiz que le entregara el papel. Éste se negó: “Es mío”. Trabal insistió: “Si no lo entrega, no podré permitirle que salga de esta unidad”. Juan Raúl Ferreira, que no perdía detalle, fascinado por la frialdad de Ortiz, se asustó al mirar a Raumar Jude, que parecía estar a punto de sufrir un ataque, con el rostro casi morado. Pero aun faltaba: “Coronel, ¿tiene usted idea de que está violando la Constitución y atentando contra mis fueros parlamentarios?”. “Sí, senador, soy consciente, pero cumplo órdenes de mis superiores”, espetó Trabal, y se retiró. Dardo Ortiz se volvió hacia el ministro Ravenna, que hasta entonces había permanecido en silencio. “¿Usted dio la orden, ministro?”. Ravenna guardó silencio y Ortiz propuso que el ministro diera una contraorden, pero Ravenna siguió vacilante. “Bien, entonces hablaré directamente con el presidente”, anunció Ortiz. Llamaron a Trabal, quien accedió a proporcionarles un teléfono. El coronel, el ministro y el senador cruzaron un patio mientras los demás legisladores permanecían en la habitación. Llegaron a una sala amplia donde aguardaban otros jerarcas militares. Trabal se adelantó y habló unos minutos con sus superiores. Cuando regresó, anunció que los parlamentarios podían retirarse del cuartel.
“SI MINTIÓ ANTES, MIENTE AHORA.”
Tarde en la noche, Dardo Ortiz convocó a una conferencia de prensa y relató los pormenores de la reunión con Amodio. Explicó por qué le había pedido que escribiera una frase en un papel: puesto que estaba circulando un documento atribuido a Amodio, “tendiente a publicar un libro”, en el que se señalaba “connivencia, conmixtión, entendimiento entre algunos integrantes de las Fuerzas Armadas y algunos integrantes de la sedición”, y donde “aparecerían complicados con la sedición diversos sectores políticos y diversos hombres políticos”, todo lo cual era “absolutamente falso”, el senador de Por la Patria se propuso establecer si el documento pertenecía a Amodio. “No se necesita ser calígrafo para ver que las escrituras son idénticas.” Ortiz reiteró que las afirmaciones del “libro de Amodio” eran falsas, y por lo tanto infirió: “Yo tengo que interpretar que quien falsea en una ocasión, puede hacer afirmaciones falsas en otra. No estoy muy lejos de pensar que sus afirmaciones en el caso del senador Erro pueden ser tan falsas como las otras”.
En los días siguientes circularon rumores de que la justicia militar solicitaría, además, el desafuero del presidente de la Cámara, el diputado Héctor Gutiérrez Ruiz; y que los senadores Michelini y Ferreira Aldunate no habían concurrido a la reunión del imes por temor de que Amodio los identificara como colaboradores del mln.
Mayo y junio transcurrieron, para el gobierno, en la incertidumbre de obtener los 21 votos necesarios para que el Senado le quitara los fueros a Erro. Vasconcellos denunció las torturas en el cuartel de Paysandú y Juan Pablo Terra reclamó una interpelación al ministro de Defensa por el asesinato, en el cuartel de Durazno, de un peón rural sometido a torturas. Cuando la lista 15 anunció su retiro formal del gobierno (“no existen condiciones para un funcionamiento normal de los partidos”) los planes de los militares se hundieron en el Senado. El diputado reeleccionista Carlos Fleitas propuso en la Cámara un juicio político a Erro, con los mismos argumentos del expediente de la justicia militar.
El 21 de junio la Cámara de diputados desechó el pedido de juicio político a Erro por un voto: 49 contra 48. Para entonces los dados estaban echados (circulaban los rumores de que Bordaberry demoraba el decreto de disolución de las cámaras empeñado en obtener la firma de todos sus ministros) pero el Parlamento finalmente asumía una postura digna. Cerca de la medianoche del 26, Bordaberry emitió finalmente el decreto de disolución, con la firma de sólo dos ministros, Ravenna (Defensa) y Néstor Bolentini (Interior). El golpe del 27 de junio de 1973 no fue, claro, consecuencia del mantenimiento de los fueros al senador Erro. Fue la excusa, el pistoletazo de Sarajevo, pero necesario para disfrazar el atropello. En ese plan, Amodio fue una pieza vital y en su decisión de ofrecer el pretexto no tienen nada que ver sus rencores con sus antiguos compañeros, sus ajustes de cuenta con el mln o su despecho por ser un “chivo expiatorio”. En su participación en el desafuero de Erro y en la disolución de las cámaras, Amodio no actuó como un traidor. Simplemente como un sicario de los militares contra el Parlamento y contra el movimiento popular, que esa misma madrugada enfrentaba el golpe con una heroica huelga general.
Las maniobras del corresponsal
Algunos detalles en la correspondencia del evasivo corresponsal que dice llamarse Amodio siguen provocando suspicacias, empezando por el mecanismo de envío. La primera carta recibida por Brecha, por ejemplo, tenía como remitente la dirección del café Tortoni de Buenos Aires, una picardía simpática. El sobre tipo manila fue depositado en el correo de Madrid, según el matasellos correspondiente, pero no tenía ningún registro de entrada en el correo uruguayo, lo cual desata una serie de preguntas por ahora sin respuesta.
Otros aspectos generan directamente sospecha. En su segunda carta, el corresponsal aborda la cautela de los medios al no publicar el primer texto, y ofrece algún elemento sobre su identidad, como si esa fuera la única razón de la reticencia. “pd bis. Para el Alemán: ¿Te acordás cuando te quedaste dormido en la taza del wáter?”. Así, con esa forma directa de dirigirse a Henry Engler, el autor del texto sugiere, aunque no lo dice expresamente, que él fue protagonista directo de la anécdota. Engler, “Octavio”, fue coordinador de la evacuación de los 111 presos que el 6 de setiembre de 1971 se fugaron del penal de Punta Carretas a través de un túnel de 40 metros excavado desde el interior de la prisión. Como la fuga estaba prevista para el día anterior, y debió suspenderse por una alarma, Octavio estaba físicamente extenuado cuando recibió a cada uno de los presos al final del túnel, un agujero en el líving de una casa de la calle Solano García. Los principales dirigentes fueron los primeros evacuados hacia un mismo destino. Por diversas razones, dos de ellos, Tabaré Rivero Cedrés y Jorge Zabalza, permanecieron en la casa hasta el final del operativo, por lo que Engler los llevó transitoriamente al local donde vivía. Una vez allí, fue al baño y se quedó dormido. Héctor Amodio, que partió con el primer grupo de evacuados, no fue testigo de la anécdota, que por otra parte circuló generosamente entre los tupamaros, y por tanto, no es una prueba de su identidad.
Quien escribió las dos primeras cartas podrá argumentar que en el texto no se dice explícitamente que él, Amodio, estuvo presente. Cierto, pero hay un pasaje de la primera carta que contiene una falsedad deliberada, incomprensible si la intención del redactor era demostrar que Amodio fue un “chivo expiatorio” y que su responsabilidad en la caída de la Cárcel del Pueblo fue secundaria. Después de contar cómo el teniente Armando Méndez le propuso entregar la Cárcel del Pueblo y cómo, supuestamente, Adolfo Wassen tomó la iniciativa de convencer a Rodolfo Wolf para que aportara la dirección, dice la carta:
“(...) Me trajeron un uniforme de soldado que tuve que ponerme y me sacaron al patio. La movilización era enorme y me condujeron a un camello donde ya estaba Wassen en la parte trasera, disfrazado de soldado, igual que yo. Hicimos el camino en silencio y cuando llegamos a la Cárcel comenzó a llorar. Lo abracé, tratando de consolarlo, pero fue peor, ya que comenzó a gritar y a gesticular como si tuviera epilepsia. El viejo Cristi nos hizo bajar a los dos, pero Wassen no podía caminar, así que lo volvieron al camello. Un reflector iluminó una casa y Cristi me hizo llevar frente a una ventana para hablar con los compañeros, no sin antes dar la orden que si desde la casa se abría fuego, yo debía ser abatido de inmediato. Desde mi posición, expliqué a los compañeros la situación sin recibir respuesta. Pasados unos minutos que se hicieron eternos, se encendió una luz en la ventana y al mismo tiempo oí una voz que anunciaba la entrega de la Cárcel y las armas que se amartillaban detrás de mí. Cuando me llevaron de vuelta al camello, Wassen ya no estaba. A la mañana siguiente, los diarios dieron la noticia de la caída de la Cárcel del Pueblo y me adjudicaron a mí la caída, con lo que mi fama de entregador empezó a cobrar visos de realidad”. El relato contiene una notoria tergiversación. Según contaron a Brecha dos de los tupamaros que estaban en la casa de Paullier y Charrúa el 27 de mayo de 1972 cuando llegaron los militares, no fue Amodio quien golpeó a la puerta, fue Wassen. “A Amodio me pareció verlo en la vereda, junto a otros militares”, afirmó quien daba “cobertura” a la casa, el ‘Nepo' (Wassen) no parecía estar en medio de una crisis.” Y fue Wassen quien, después de que le abrieron la puerta, bajó al “berretín” donde estaban prisioneros Ulyses Pereira Reverbel y Carlos Frick Davies. “El Nepo estuvo discutiendo con nosotros un buen rato –dijo uno de los tres tupamaros que vigilaban a los secuestrados–, hasta que finalmente aceptamos la entrega; pero nunca vi a Amodio.”
Si el redactor de la carta no es Amodio, podría ser comprensible el error. Pero si lo es, no se puede aducir una “confusión” en los recuerdos, después de tantos detalles. ¿Qué sentido tiene asumir un protagonismo que lo incrimina más de lo que estaba en la entrega de la Cárcel del Pueblo cuando el objetivo es, notoriamente, reducir su responsabilidad y presentarse como una víctima “obligada a traicionar”. Mientras el autor de las cartas no acepte conversar mano a mano, el único objetivo visible de las cartas es el desprestigio de antiguos tupamaros que hoy ocupan responsabilidades de gobierno, o el ensañamiento con una figura como Raúl Sendic. Por cierto: los epítetos contra vivos y muertos son idénticos a los que difunde desde la cárcel de Punta Arenas el procesado José Nino Gavazzo.
Fuente: http://www.brecha.com.uy/index.php/politica-uruguaya/1930-un-sicario-de-los-militares
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